Con solidaridad y respeto a Miguel Angel Yunes Linares, Héctor Yunes Landa y José Francisco Yunes Zorrilla
Francisco Cabral Bravo
Tenemos sexenios extraños. Sexenios que se parten en pedazos y que se convierten en dos años en los que existe la posibilidad de proponer, de construir y de avanzar. El resto del periodo se va en procesos electorales y en algunos casos se va meramente en esperar que termine la administración en curso y comience la siguiente.
Estamos acostumbrados a estos ciclos y pocas veces nos damos cuenta del costo histórico del tiempo que hemos perdido.
Fue durante el primer tercio de la administración actual cuando vimos más acciones.
Incluso vimos pasar fugazmente el “Mexican moment”. Muy al principio de este sexenio se dio un número importante de reformas estructurales.
Desde mi perspectiva, las reformas estructurales eran necesarias, aunque en su mayoría fueron tardías y, en algunos casos, superficiales, para atender los complejos problemas del país. Sin embargo, se percibieron como un avance frente a la parálisis de las administraciones anteriores.
En todos los discursos y foros posibles oímos los beneficios que nos traerían esas reformas, más competencia, mejores servicios, mejores precios, mejor educación y un sistema fiscal más eficiente. Cuatro años después, los beneficios de las reformas no han alcanzado a cubrir las expectativas que habrían generado.
El escándalo de corrupción ha seguido uno tras otro. Secretarios de Estado, gobernadores, legisladores, empresarios, delegados. La corrupción en todos los niveles y en todos los rangos. Y en todos los casos, un pésimo manejo de la crisis como común denominador. El día primero del mes en curso marcó simbólicamente el fin de los dos primeros tercios de la Presidencia y da paso a la recta final.
Semanas tristes y vergonzosas para el país. Dos semanas en las que se cometieron un error tras otro. Dos semanas en las que nos dimos cuenta de la realidad paralela en la que viven algunos de nuestros gobernantes y en la que, una vez más, muestran la nula empatía con la gente que gobiernan.
Quedan dos años que se antojan difíciles. Las circunstancias externas se vislumbran complicadas. Aparte del riesgo que implica la volatilidad financiera y una economía global estancada, las elecciones estadounidenses y los ataques, tanto demócratas como republicanos, al comercio ponen en riesgo la estructura económica del país que hoy somos.
Pero quizás los mayores riesgos no vengan de fuera. Quizá gran parte de los problemas que enfrentaremos en los siguientes dos años, los que conocemos al menos, nosotros mismos los hemos forjado.
El índice de confianza del consumidor que presentó la semana pasada el INEGI disminuyó cuatro por ciento en relación al año anterior. Es el menor nivel desde principios de 2014, cuando se vivían los efectos de la reforma fiscal de aquel momento. Para medir este índice, se usan cinco indicadores parciales que recogen las precepciones sobre la situación económica actual y esperada del hogar, la situación económica presente y esperada del país y qué tan propicio se considera el momento actual para la compra de bienes duraderos. Los cinco componentes disminuyeron, pero el que más disminuyó, 10.7 por ciento, es el relativo a la situación económica que se espera que tenga el país dentro de los siguientes 12 meses.
Hay muchas cosas que discutir, pero existe un espacio básico con el que no se juega.
Puede haber un gobierno de un color o de otro, pero ese espacio se mantiene.
Entonces la credibilidad de un país depende de que haya cosas que pasen por encima de las etapas de gobierno, de las alternancias.
Éste es el requerimiento básico para la credibilidad del país y su previsibilidad de mediano y largo plazos.
En el arte de gobernar hay cierta magia. El espacio sobre el que se gobierna es un espacio de pluralidad de ideas. En nuestro país hay tantas ideas como habitantes.
El discurso de los derechos se agota. Todas las campañas electorales son subastas de derechos en las que se olvidan las obligaciones.
¿Por qué no le podemos decir a la gente que tenemos que trabajar más y mejor si queremos competir? ¿Por qué no recuperamos en la política un lenguaje que no sea “de madera” y que le diga a la gente la verdad?
Cuesta mucho hablar con la verdad porque creemos que no da resultados en lo político.
Estamos demasiado obsesionados por la idea de ganar unos cuantos votos más.
Sin duda, uno tiene que gobernar pensando en la siguiente generación. Pero sin perder de vista que, para cambiar el país, se tienen que ganar las elecciones y no a la inversa. El objetivo no es obtener el poder sino saber que el poder es un instrumento de cambio.
Si uno pretende solamente “ganar el poder” y ya, estamos jodidos. La mitad de los políticos luchan por el poder y no por cambiarlo. El poder marea. Así entramos a los dos últimos años de esta administración. Dos años en los que podrían pasar muchas cosas y lograrse cambios. Desafortunadamente, todo parece indicar que ya entramos en los años perdidos de los sexenios.
La administración actual podría tomar dos banderas, Por un lado, podría tomarse en serio regresar el orden a las finanzas públicas para poder seguir presumiendo que tenemos estabilidad macroeconómica antes que sea demasiado tarde. También podría tomar el combate a la corrupción como una tarea que atender de inmediato.