Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Miguel Angel Yunes Linares, Héctor Yunes Landa y José Francisco Yunes Zorrilla
Como le he comentado en este espacio, los informes suelen estar plagados de promedios, pero hablar de promedios se ha vuelto cada vez más riesgoso. Recuerdo a uno de mis profesores al platicar una anécdota sobre un hombre que al pretender cruzar un río pregunto si estaba profundo, pues no sabía nadar: la respuesta fue que la profundidad “promedio” era de aproximadamente 1 metro con 10 centímetros, así que el hombre decidió cruzar; el resultado fue fatal, pues murió ahogado justo en la zona donde el río tenía una profundidad mayor a su altura.
El indicador del PIB per cápita por ejemplo, es un promedio, y la cifra para México rondó en 2015 los 9,445 dólares al año, pero cuando nos vamos a los detalles encontramos que la desigualdad es dramática, el 10% de la población de mayores ingresos percibe 21 veces más que el 10% de la población más pobre. Este es el tipo de cosas que los promedios no permiten distinguir.
Otro ejemplo es el del crecimiento del país. El Producto Interno Bruto creció 2.5% en 2015, pero si le desagregamos por estados, vemos que Querétaro y Baja California crecieron al 8% y 6% respectivamente, mientras Campeche y Chiapas no sólo crecieron sino que sufrieron una contracción de 7% y 3% respectivamente.
Una de las transiciones más importantes y hasta ahora oculta es que en México, cada día lo local pesa y cuesta más.
La jornada electoral del pasado 5 de junio evidenció también el peso local. Tuvimos entidades donde la indignación y el hartazgo de los ciudadanos frente a gobiernos con altos niveles de corrupción e impunidad jugaron de manera decisiva a favor de la alternancia.
Estamos transitando afortunadamente, de un México donde el poder del centro era decisivo, a un México donde la participación ciudadana, la capacidad para gobernar, los incentivos, los niveles educativos y de ingresos así como el grado en que se ejerce la cultura de legalidad resultaron cada día más determinantes.
Así, con promedios, la toma de decisiones conlleva altos y múltiples riesgos. Sin duda tenemos que recurrir a ellos como un punto de partida y de comparación, respecto a otros países, pero claramente la complejidad es mayor y pretender políticas homogéneas o imposiciones desde el centro, como antaño, sólo provocará mayor desigualdad y tensiones para la gobernabilidad.
Ya no basta con afirmar que los rezagos son históricos. La buena noticia es justamente el peso que día con día adquiere lo local y uno de los grandes retos y desafíos radica en la capacidad para transformar un andamiaje institucional y una cultura política, económica y social que por siglos ha sido centralista.
Cambiando de Página el sistema político de México es presidencialista. Enrique Krauze escribió sobre la “Presidencia Imperial”, el país donde cunado un presidente preguntaba qué hora es, la respuesta era: “la que usted diga, señor presidente”. Pero los tiempos han cambiado. Aquella era en que el gobierno tenía a su alcance eficiente y castrante censura ha quedado atrás, no voluntariamente, sino porque el entorno ya no la permite. La crítica pública ha resultado empoderada, a veces peligrosa, por redes sociales que permiten un tipo de ataque anónimo y despiadado.
Las presidencias se desgastan con el transcurrir del sexenio. Un viejo cuento decía que un Presidente en México siempre le deja tres sobres a su sucesor, con la encomienda de abrirlos en orden, en caso de crisis. Al transcurrir un par de años llega la primera, el primer sobre indica: “échame la culpa de todo”. Obediente, el Presidente culpa a su predecesor y salva la crisis. Al presentarse la segunda, la indicación es “haz cambios en tu gabinete”. La acción permite, nuevamente, superar la crisis. Un par de años más tarde se asoma una nueva crisis y la recomendación es: “haz tres nuevos sobres”.
Los cambios en el gabinete presidenciales son inminentes. Vienen enfoques en secretarías clave donde sus titulares acusan desgaste excesivo. Cambios que responden a motivos estratégicos, y que traen sangre nueva al equipo, y no la misma sopa con los mismos ingredientes. El cambio debe reflejar más fortaleza que debilidad.
Haga lo que haga el Presidente Enrique Peña Nieto se va a encontrar con una barrera de rechazo, derivada de la irritación social.
Lo trágico es que un presidente bien intencionado, con un potencial de carisma formidable, que emprendió reformas históricas, hoy no cuente con el respaldo de la mayoría de la población.
Haga lo que haga va a ser vapuleado porque existe irritación ciudadana, en parte orquestada por un grupo político con amplia destreza en redes sociales, y también por omisiones y errores en la forma de gobernar.
No ha castigado la corrupción de gobernadores y funcionarios cuya ostentosa riqueza conocemos todos gracias a los medios de
comunicación. Funcionarios que de manera evidente se enriquecieron como sultanes a la sombra de un cargo público.
La economía no ha funcionado, aunque se vendan más coches.
El crecimiento es mediocre, la desigualdad abismal. Los salarios de los nuevos empleos son raquíticos.
El estado de derecho ha brillado por su ausencia.
Y finalmente la arrogancia de muchos de los servidores públicos creó una distancia sideral entre gobierno y los ciudadanos. Renunciaron a la tarea de convencer, de sumar, de debatir.
México necesita liderazgo. En la política no duran los espacios vacíos. Siempre surge quien los llene. La complejidad para gobernar es ahora mayor en la forma y en el fondo.