Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Héctor Yunes Landa, Pepe Yunes Zorrilla y Américo Zúñiga Martínez.
En la impactante y magisterial película El abogado del diablo. Al Pacino, con su poder, seduce a un joven y ambicioso abogado a quien destruye tanto su capacidad de discriminamiento como todo aquello que era valioso en su vida, incluyendo a su joven esposa.
Las escenas de poder, maldad y capacidad de destrucción dan cuenta de cómo este proceso requiere primero de aliados y después de hacer el mal y de la ausencia de referentes éticos y legales una “normalidad”.
Por alguna razón este joven abogado tiene la oportunidad de dar marcha atrás y volver a empezar; oportunidad de resarcir todo el dolor y daños provocados.
Sin embargo, justo cuando puede recuperar su libre albedrío y construir una vida digna, cae nuevamente en las redes del demonio.
La última escena lo dice todo, cuando el rostro de Al Pacino aparece en pantalla y concluye diciendo: “Vanidad definitivamente mi pecado favorito”.
Guardadas proporciones e historias, me resultó inevitable pensar en estas escenas.
Es la impunidad el incentivo más poderoso para delincuentes de cuello blanco o de alcantarillas y también para sectores de la población que cotidianamente con vanidad y arrogancia apuestan por violar la ley.
El estudio Anatomía de la Corrupción realizado por María Amparo Casar, señala que el porcentaje de delitos de corrupción cometidos pero no castigados es similar al del resto de las violaciones a la ley, en un 95 por ciento.
La mezcla de vanidad con impunidad se retroalimenta provocando enormes daños, trastocando la cultura y manera de ser y actuar de una sociedad.
La esperanza es que hay remedio: aplicar las reglas sin negociaciones ni discrecionalidad, aplicar las reglas hasta las más altas esferas de poder político y económico, modifica la vida para millones de seres humanos con certeza y el indispensable valor de la confianza.
Frecuentemente asociamos la violencia con los actos cometidos por el crimen y la delincuencia organizada; sin embargo; es urgente reconocer que ésta es sólo una de las tantas caras de la violencia que hoy enfrentamos.
La cultura de la violencia ha permeado en nuestras vidas como la humedad, e incluso sin darnos cuenta. La violencia, en una de las primeras expresiones que más se han popularizado es en el lenguaje. De nada sirven los nombres propios cuando muchos jóvenes terminan siendo un “guey” o una “gueya”, cuando en un minuto se han dicho diez palabras altisonantes después de un “hola”.
México ocupa el primer lugar del mundo en acoso escolar o bulling. De acuerdo con especialistas, son casi 19 millones de alumnos en el país los que han sufrido algún tipo de violencia. Una de las consecuencias es que ha aumentado el índice de suicidios de menores en un rango que va de los 10 a los 13 años, y uno de cada seis suicidios es consecuencia de ese acoso escolar.
Las redes sociales cuyas virtudes no están a discusión, juegan también un papel determinante cuando desde el anonimato se crean cadenas de odio, descalificación y desprestigio.
El bulling cibernético es una realidad que corre en tiempo real y las agresiones van más allá de los insultos difundiendo toda clase de información, fotografías, fotomontajes, conversaciones, videos, correos y los famosos memes, todo aquello que pueda avergonzar e intimidar a la víctima, quien por lo regular nunca denuncia.
El entretenimiento es parte ya del círculo de la violencia.
Somos violentos cuando somos clasistas. Observar, algunas personas tronando los dedos a quien sirve una mesa o tratando de manera peyorativa a quien se cruza en su camino, es una violencia cotidiana e inaceptable, que abona al resentimiento y a esa inequidad que rebasa lo económico.
Decía Octavio Paz que en México “El significado de las palabras es innumerable”, basta un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el sentido varíe.
En el mismo texto Octavio Paz afirma que “El poder mágico de la palabra se intensifica por su carácter prohibido”. Nadie la dice en público. Es una voz que se oye entre hombres, o en las grandes fiestas. Al gritarla, rompemos un velo de pudor, de silencio o de hipocresía. Las malas palabras hierven en nuestro interior, como hierven nuestros sentimientos.
Si el gran poeta y Premio Nobel de la Literatura volviera a nacer, sabría que estas palabras se repiten hoy cientos de veces por los jóvenes. Hay que negarnos a aceptar la violencia, empezando por la verbal, que hoy parece normal y hasta graciosa a ratos.
Los peores crímenes empezaron por algún sitio y muy probablemente todos ellos han cruzado por la violencia de las palabras que destruyen e incluso pueden llegar a matar.
En otro tema si usted me ha hecho el favor de leerme de vez en cuando, le comento que no se sabe bien cómo nos afectará, no se dimensiona aún su magnitud y no está claro cómo cambiará la estructura de las economías ni la forma de relacionarnos. De lo único que se tiene certeza es de que estamos en los albores de una nueva era tecnológica.
Los mercados laborales se verán obligados a cambiar al ritmo de la tecnología.
Algunos empleos desaparecerán y surgirán otros que ni siquiera imaginamos ahora. La desigualdad existente puede exacerbarse. El factor de producción relevante será el talento, el capital humano capaz de asimilar el cambio tecnológico. Solemos observar que la regulación siempre va pasos atrás de los cambios tecnológicos.
En un momento donde se esperan cambios a un ritmo exponencial, el reto que esto representa para la regulación es mayúsculo. El Foro Económico Mundial ha enlistado las 10 principales habilidades que serán necesarias en el entorno laboral del 2020. No es que no lo sean hoy, pero la importancia relativa es distinta. Las 3 primeras son: La resolución de problemas complejos, la capacidad de pensamiento crítico y la creatividad. Pero atrás de estas habilidades, se está suponiendo que la gente tiene conocimientos y habilidades tecnológicas.
Desconozco la magnitud de esta nueva resolución industrial. No alcanzo a dimensionar los retos que implicará para las sociedades y para sus gobiernos.
Lo único que si me queda claro, es que no estamos listos para hacerle frente.
Hace algunos años un candidato a la presidencia de México hablaba en su campaña política de la necesidad de enseñar inglés y computación a todos los niños del país. Era una de sus principales banderas. Recuerdo las burlas y la mofa de los otros candidatos. Ya paso toda una generación: 16 años después ni inglés, ni computación.